Época: triunfo del realismo
Inicio: Año 1 A. C.
Fin: Año 1 D.C.

Antecedente:
El triunfo del realismo

(C) Miguel Angel Elvira



Comentario

Sin duda la captación tan directa de plantas y frutos nos parece casi inverosímil, sobre todo en un tipo de literatura, la idílica, que parece tan proclive a la idealización. Es el mismo asombro que sentimos ante esta descripción de un pastor, tomada del mismo poema: "De velludo cabrío con espeso pelaje llevaba sobre sus hombros bermeja piel, oliendo aún a cuajo nuevo; en torno a su pecho, vestía una vieja túnica, sujeta con cinturón trenzado; y su diestra tenía corvo cayado de acebuche.".
Y, sin embargo, no se trata de textos aislados. Si nos acercamos, por ejemplo, a numerosos pasajes de las Argonáuticas de Apolonio de Rodas, comprobamos -que el gusto por los colores, por los efectos lumínicos, incluso por los ambientes nocturnos, era algo por lo que se sentía particular predilección. Piénsese si no en "la doncella que sobre su sedoso vestido recoge el reflejo brillante de la luna llena que se alza por encima del techo de su habitación, y su corazón se llena de alegría al observar el hermoso resplandor" (Argonáuticas, IV, 167 ss.; trad. de C. García Gual). Sin lugar a dudas, los poetas se abrían a los análisis artísticos del momento, que a su vez se insertaban en una sensibilidad común.

Ello no obsta, desde luego, para que hallemos en ocasiones actitudes paradójicas y refinadas ante el realismo. Quizá una de las más curiosas es la que manifiesta Herondas en su Mimo IV; con infinita precisión, como es común en este literato costumbrista, surge ante nuestros ojos, al hilo del diálogo, toda una escena de género, en la que dos mujeres devotas, pero no muy instruidas, se introducen en el santuario de Asclepio en Cos -uno de los más concurridos durante el Helenismo-, y van describiendo cuanto ven en él. Es interesante observar cómo Herondas, con ironía displicente, se burla en su escena totalmente realista de la estética realista de las dos cotorras: "¡Por las Moiras! Fíjate en la oca, cómo la está ahogando el niño. Vamos, que si no fuera por la piedra que tienen a sus pies, dirías que la estatua iba a hablar. ¡Ah! con el tiempo, los hombres acabarán por dar vida a las piedras..." - "Al niño ese desnudo de ahí, Cino, ¿no le quedaría una marca si le diera un pellizco? Sus carnes, como si palpitaran, están en el cuadro calentitas, calentitas... Y ese buey y el que lo lleva, y la mujer que va al lado, y el de la nariz aguileña, y el tipo ese desharrapado, ¿no tienen en la mirada luz de vida?" (Mimo IV, 30 ss.; trad. de J. L. Navarro y A. Melero).

Decididamente, aunque con matices en la apreciación según la cultura y la clase social, lo cierto es que a mediados del siglo III a. C. nadie dudaba de la estética realista. Desde los profundos sabios que estudiaban en el Museo los animales, las plantas o las rutas marinas, hasta los buenos burgueses que se recreaban en las calidades del lino egipcio o de la lana griega, pasando por los filósofos que se enfrascaban en dictar normas éticas para la vida diaria, todo el mundo vivía apegado a lo inmediato -como lo había estado la generación de Parrasio y Zeuxis- y dejaba caer en el olvido las fórmulas ideales de siglos anteriores, barridas por el simple paso del tiempo y el descubrimiento de nuevos mundos.